31 julio 2025

Pinturita


Vivía en una sombría casa, en un camino desolado.

No conocía otros pisos que los de tierra

ni otra luz que la que tenía olor a keroseno.

Todo a su alrededor ardía una vez al año,

cuando quemaban los cañaverales

para que hombres tiznados de pies a cabeza

los cortaran a machetazos.

Era su fiesta preferida y para la ocasión se ponía 

vestidos de poliéster, brillantes y ceñidos,

de colores soviéticos, alemanes o búlgaros.

Aquella tela la hacía sudar tanto 

como a los hombres que se enfrentaban 

a las cenizas y el humo

de la paja que no dejaba de arder.

El rojo de sus labios y cachetes,

el azul de sus párpados

y las nubes de talco en el pecho y el cuello,

iluminaban el fantasmagórico paisaje.

Los hombres, aquellas exhaustas siluetas,

le llamaban Pinturita y, agradecidos,

celebraban el rubor de su cara

cada vez que aparecía 

con una lata de aceite carbón llena de agua.

Su rostro y su vestido seguían teniendo color

hasta que las cenizas y el humo, 

con la ayuda de la noche, apagaban al país.

30 julio 2025

Dos preguntas sobre los nietos de la revolución

Las excentricidades de Sandro Castro, nieto del dictador Fidel Castro,
han logrado más seguidores que las publicaciones de Miguel Díaz Canel,
quien nominalmente aparece como líder del país.

Daniel Lozano, periodista del diario español 
El Mundo, me hizo estas dos preguntas para un reportaje suyo sobre los nietos de los que han estado al frente de la dictadura cubana, justo esos que promovían el nacimiento de un hombre nuevo que fuera capaz de construir una sociedad superior.
Sin embargo, cada vez llama más la atención que sus propios hijos acabaran pariendo individuos que niegan, uno por uno, todos los principios que ellos le impusieron a los cubanos.

Cuba languidece por todos lados, pero los nietos de la elite castrista se pasean por las redes sin ningún pudor. ¿Son incontrolables para el poder revolucionario pese a las muchas críticas? ¿Quiénes son las principales caras de esta dolce vita más allá de los tres más famosos (Sandro, el Cangrejo, Anido…)? ¿No es una temeridad y más con el verano de apagones y protestas que se presenta?
No es que sean incontrolables, es que esa terrible maquinaria de la represión que mantiene a once millones de cubanos maniatados no se atreve a tocarlos, porque fue concebida para protegerlos. Pero para mí lo más importante de individuos como Sandro, el Cangrejo o Anido es que ellos son el hombre nuevo que parieron las más altas instancias de la revolución.
En Cuba se fusiló, se envió a campos de concentración y se condenó a la muerte civil a cientos de miles de personas para que dentro de la revolución no tuvieran cabida individuos como Sandro, el Cangrejo o Anido. Que Fidel Castro tuviera un nieto como Sandro y Raúl uno como el Cangrejo, es probablemente el mayor símbolo del fracaso de los ideales de la revolución cubana.
No es que ellos sean temerarios, es que se saben impunes y, como están totalmente desconectados de la realidad que viven los cubanos, porque ni les ha tocado vivirla ni han estado en contacto con ella jamás, no miden las consecuencias de sus actos.
Durante el fidelismo en Cuba mandaba el que estaba al frente del país nominalmente. Fidel fue un dictador, sin dudas, pero las instituciones existían. Ahora no, hay un títere de los militares fungiendo como gobernante y las instituciones son cascarones vacíos. Ya no se finge. Sandro, el Cangrejo o Anido tampoco lo hacen. 

¿Cuáles serían entonces los otros nietos del sistema que también se pegan la vida padre?
En Cuba lo único que está vivo hoy son los negocios de los militares, lo demás es ruina y pasado perfecto. Los nietos de esos militares que controlan el poder, los órganos represivos y los negocios, viven en un gueto próspero, no conocen ni una sola de las carencias que tienen que superar cada día esa masa empobrecida en que se ha convertido la sociedad cubana… 
A menos que tengan que atravesar en algún momento a La Habana oscura, solo así se enfrentan a la realidad. Los otros nietos, los de aquellos que se creyeron al pie de la letra cada consigna y renunciaron a todo por tal de construir el socialismo y “una sociedad más justa”, son zombies sin futuro.

24 julio 2025

Gracias, Bladimir con B, por Marzel con Z

Manuel Marzel y Bladimir Zamora en un fotograma de
A Norman McLaren (1990).

Una mañana llegué a La Gaveta y descubrí que había un nuevo elemento en la pared. Era un cartel. “Documental cubano de Manuel Marzel”, decía en una esquina; “A Norman McLaren”, ponía en el centro, dentro de un recuadro amarillo.

El fondo era rosa. Una figura con traje gris, bigotes de Dalí y habano en mano se colocaba un sombrero en medio de un revuelo de aves, viejos almendrones (ya se les decía así a los antiguos automóviles norteamericanos en La Habana) y la luna de Georges Méliès, con el cohete clavado en un ojo.

Bladimir Zamora se mantuvo cruzado de brazos y risueño mientras yo detallaba aquella pieza que sacaba a las paredes de La Gaveta de la representación ceremonial y las metía de lleno en la irreverencia y la desesperación con la que Cuba había entrado en los años noventa.

—Tienes que conocer a Marzel, así, con zeta —me dijo.

Con aquella pasión visceral con la que Bladi contaba sus descubrimientos, me aseguró que aquel muchacho había venido de Oriente para sacar al cine cubano del callejón sin salida en que lo habían metido esos “viejos cañengos”. Su rostro de hombre sabio se transformó, entonces, en el de un niño eufórico:

—Además, yo actúo en su documental —anunció.

En efecto, en el minuto 2:50 del corto aparecen unos vertiginosos fotogramas en los que Bladimir carga a Marzel en un parque de La Habana. Ambos miran a la cámara, sonríen y desaparecen. Aunque ya había colaborado en algún que otro Noticiero ICAIC y asesorado varios documentales, para él, aquellos segundos se convirtieron en su más importante participación en la gran pantalla.

Hace unos días, Antonio José Ponte, Marianela Boán, Alejandro Aguilar, Diana Sarlabous y yo fuimos a San Román, el bar que Bladimir convirtió en su oficina en Madrid. Cuando Manuel Marzel vio las fotos que compartimos en Facebook, escribió un comentario: “Estuve en ese bar con él hace como 28 años”.

Quise responderle enseguida y mandarle un abrazo virtual, pero Diana me llamó la atención, me pidió que soltara el móvil y me reintegrara al grupo. Luego no lo hice, como tampoco me dio tiempo a responder el mensaje de cumpleaños que me envió.

Bladimir nos presentó y Bladimir nos despidió. Aquí le dejo ahora el abrazo, junto con todo mi cariño y esa gran admiración que siempre sentí por la manera tan auténtica y simple con la que él dinamitaba todo para volverlo a rehacer. Durante todo ese proceso, uno comprobaba qué es, de verdad, un artista, y para qué nos sirve.

23 julio 2025

Los 99 de Serafín Venegas Nodal

Liceo de San Fernado de Camarones, principios de los años 60.

Hoy ese muchacho del centro, que ahí sólo tiene ojos para mi madre, cumple 99 años. A su derecha está mi tía Titita y a su izquierda mi tío Aldo, flanqueando a Lérida, en los días finales de la Cuba que tanto idealizaron y que nunca hubieran querido dejar atrás.
Los que le conocieron dicen que cada vez me parezco más a él caminando, gesticulando y peleando. Mi madre, cada vez que la llevaba a algún lugar en el Jeep, me decía que le parecía estarlo viendo: "manejas igualito a él". 
Diana, por los cuentos que le hizo Lérida, también dice que heredé sus arranques de locura, como la necesidad de sembrar, bañarme en los ríos o subirme techos y matas si medir las consecuencias, "porque ya no tengo edad para eso".
Para seguir imitándolo, hoy, a las seis de la tarde, le daré un piñazo por el fondo a una botella de Brugal, como si aún llevara corcho, y brindaré por el privilegio que fue ser su hijo, por todo lo que me enseñó y por haber podido darle continuidad a su amor por las montañas.

22 julio 2025

Por la Máscara Azul




Hace unos días, andando por Madrid con Antonio José Ponte, le confesé que la Cuba actual cada vez me importaba menos. Como reaccionó de una manera airada, tuve que fundamentar mi afirmación. Y una de las razones que le di fue el béisbol. “Ya no me afecta la suerte del equipo Villa Clara, y eso es muy grave”, le dije.
Alejandro Aguilar, Marianela Boán y Diana Sarlabous se sumaron a la conversación, y cada uno dejó constancia de lo que significaba para ellos ese país inviable y en ruinas. Al final, todos coincidimos en que la Cuba del futuro, el país libre que acabe pariendo la dictadura moribunda —sea lo que sea— podrá contar con los ancianos que seremos… si es que aún somos ancianos y no polvo enamorado.
Ayer, cuando supe que Pedro Medina había muerto, me volví a despedir de la Cuba a la que yo pertenecía. Él, Armando Capiró, Agustín Marquetti y Rey Vicente Anglada eran mis enemigos preferidos. Pocas cosas disfrutaba más el niño que fui que verlos perder con Las Villas, el equipo con el que estrené mi sentido de pertenencia.
Durante unos meses, entre 1996 y 1997, trabajé junto a Sigifredo Álvarez Conesa y Luis Lorente. Eran los años del Período Especial y de los primeros grandes apagones. Como en el Latino se jugaba en las tardes, Luis y yo nos escapábamos para el estadio. Aunque iba en contra de sus principios, Sigifredo nos cubría las espaldas.
Una tarde —no recuerdo contra qué equipo— Industriales desperdició una gran ventaja y acabó perdiendo el juego. Al salir del estadio, nos encontramos con una multitud tratando de volcar un Lada. Dentro estaba Medina, quien ya se había retirado y era el mánager del equipo.
Luis Lorente, con las manos levantadas a la altura del pecho y dando vueltas alrededor del auto, enfrentó a la muchedumbre. “Oye, caballero, ¿ustedes están locos? —gritaba—. ¡Allá dentro hay una gloria de Cuba!”. La policía logró liberar el auto. Luis los felicitó: “¡Gracias, gracias, por fin hacen algo que valga la pena!”.
El béisbol —lo confirmé una vez más ayer— será una de mis maneras de regresar. Cuando tenga otra vez en los estadios de Cienfuegos o Santa Clara lo que ahora busco en Santiago de los Caballeros o Boston, habrá empezado el viaje de vuelta, y la discusión con Ponte tendría un final feliz.
Agradezco a la máscara azul, a esa gloria de Cuba que tanto disfruté ver perder, ayudarme a entenderlo. Buen viaje a las estrellas, héroe de Edmonton.

26 junio 2025

Mosteiro


Nunca podré saber a cuántos de mis muertos
les he hecho la visita al pasar por Mosteiro.
Quiénes me esperaban en la estrecha acera
donde las piedras de la iglesia 
apenas se hacen a un lado para dejarnos pasar.
Quiénes me dijeron adiós detrás de los paños,
los manteles y este espléndido domingo 
que acaban de tender al sol de la mañana.
A quiénes dejé atrás al seguir de largo
por la ancha y única calle,
tan parecida a la ancha y única calle
donde Atlántida se imaginaba a Mosteiro
en el Paradero de Camarones.
¿Qué paisaje tendría que recordar
para conocer mejor al abuelo de mi madre,
aquel que siempre llevaba polainas
y se paraba en el medio de los recuerdos
para hundir sus espuelas
en los dolores que ya no tenían cura?
¿A qué lugar de Mosteiro
debería dirigirme
para poder decir con certeza 
que por fin ha vuelto uno de los suyos?
Sólo me atreví a detenerme una vez,
para bajar el vidrio
y preguntarle a una mujer
si era verdad que había llegado.
Me dijo que sí con unos ojos
que conozco desde que tengo recuerdos.
Caminó como caminaban los míos,
me dijo adiós como los míos solían despedirse
y entró en una casa que pudo ser la nuestra.
Ya en las afueras, después de saludar
a un pastor que navegaba en un mar de ovejas,
quise poner los pies en la tierra de mis muertos.
Era un pequeño campo de maíz,
rodeado de viñedos
y de un silencio al que me uní
tratando de escuchar en él 
a los que nunca había oído,
a los que ya no les podré agradecer
la sangre,
los ojos

y estas manos de sembrador 

que tan poco 

he llegado a usar 

con el fin

para el que la naturaleza

las entregó a los Mosteiro.
 
Nunca podré saber a cuántos de mis muertos
les he hecho la visita. 
Pero en un pequeño campo de maíz
dije todo lo que ellos necesitaban saber.
No esperé la respuesta,
me fui conforme con todo lo que decía el silencio.

03 junio 2025

Caballo Loco

Marino Pérez y la 61602, una M62 de fabricación soviética.
Las 20 locomotoras de este tipo que llegaron a Cuba
fueron destinadas a Cienfuegos y se convirtieron en un
símbolo de los trenes de esa ciudad. 

En 
Tren de escombros, una viñeta de Atlántida, Marino Vega se baja de la 61620 y sostiene una breve conversación con mi abuelo Aurelio en el andén de mi casa, la estación del Paradero de Camarones. Hoy, en una página de Facebook dedicada a los ferroviarios cienfuegueros, encontré esta foto.
En la imagen, publicada por Faustino Vázquez, aparecen Marino y la 61620 en el patio de la estación de Candelaria. Aunque esa locomotora sirvió casi toda su vida al tren de viajeros entre Cienfuegos y Santa Clara, aquí aparece con un carguero de cereales, en dirección a la Terminal Marítima de la Perla del Sur.
Marino Pérez, alias Caballo Loco, era un mito en los ferrocarriles y uno de los héroes de mi infancia. Hacía correr aquellas pesadas moles soviéticas con una ligereza increíble, incluso en los tramos en mal estado. Nunca se descarriló su tren y casi nunca llegaba con retraso.
—El maquinista es Caballo Loco —solía decir mi abuelo, reloj en mano—, vamos a llegar a la hora.
En el curso escolar 1984-85 acumulé tantos libros que mi madre tuvo que ayudarme a regresar a casa. Viajamos en un tren al que llamaban el lechero, porque paraba hasta en los apeaderos y tardaba medio día en recorrer los 282 kilómetros que hay, por la Línea Sur, entre La Habana y Cienfuegos.
—El maquinista es Caballo Loco —me dijo Lérida—, vamos a llegar a la hora.
Helemenia, la esposa de mi tío Roberto Yero, era prima hermana de Mario, y eso —según los códigos de los ferroviarios de aquella época, que respetaban hasta los más lejanos vínculos de sangre— nos hacía familia. Marino siempre se bajaba de la locomotora para darle un abrazo a mi abuelo. A mí, cuando era pequeño, me cargaba y me daba un beso.
Si el tren tenía que esperar un cruce, me hacía señas para que subiera con él a la locomotora. El Paradero de Camarones visto desde allá arriba se veía muy diferente que a ras del suelo. Siempre que bajaba de la 61620 me sentía con superpoderes y, la mayoría de las veces, me ponía a jugar a que yo era Caballo Loco.
Imitando los sonidos y el silbato de la locomotora, hacía que mi carriola —así le decíamos a los patinetes en mi pueblo— alcanzara una velocidad increíble. A diferencia de Marino, yo no siempre lograba frenar a tiempo. Justo en el momento en que mi abuela Atlántida empezaba a empavesarme las rodillas de mentolate, perdía todos mis superpoderes.